- ¿Mamá?
Llamó varias veces mientras frotaba pesadamente sus zapatos en el grueso felpudo de la entrada. En respuesta solo obtuvo el silencio típico de casa vacía y se extrañó. Eran las dos de la tarde y como todos los martes y jueves, había acudido puntual a comer con ella.
Recorrió visualmente el pasillo de entrada y posteriormente el salón, notando que todo lucía pulcramente ordenado y limpio. Se sintió aliviada hasta que llegó a la cocina y descubrió que la mesa de diario aún no estaba puesta. – Se quedó dormida de nuevo- Pensó tranquilizándose mientras dejaba sobre la mesa, las bolsas con comida china que había traído. Iba a salir rumbo a la planta alta cuando algo le llamó la atención e hizo que se detuviera. Dentro del fregadero, yacía un cojín de terciopelo floreado de regular tamaño, junto a una taza de losa blanca con restos de café. Sus ojos se quedaron anclados en ese cojín mientras un aire frío y extraño le subía por la espalda y se esparcía luego por sus mejillas. Supo entonces que algo no estaba bien.
Y es que para Mariela, aquellas visitas se habían ido convirtiendo en una especie de albur desde hacía aproximadamente unos ocho meses, cuando descubrió que Amalia, su madre no era eterna y comenzaba a acusar el paso del tiempo. Fue una tarde de primavera, una de aquellas en las Amalia y un grupo de amigas, enfermeras voluntarias todas en el hospital del ejercito desde hacía más de treinta años, se reunían como cada tercer martes de mes a jugar al bingo.
Mariela había llegado con unos pastelitos con crema para tomar el té al acabar la partida, con su madre y esas mujeres a las que conocía de toda la vida.
- ¡Marielita!- Exclamó Susana, la mejor amiga de su madre desde que tenía uso de razón - Ven a darle un beso a tu madrina
- Hola tía Susi- respondió la joven acercándose para besarla cariñosamente antes de saludar al resto de mujeres- ¿Y quien va ganando?- Preguntó al sentarse en la silla que quedaba libre junto a su madre
- ¡Sonia para variar!!! – gritaron todas al unísono
- Bueno seguimos ¿no? – agregó Amalia antes de dirigirse a su hija- Cariño si quieres puedes ir adelantando, hay algo de agua caliente en la tetera
- No mami, espero a que terminen y así disfrutamos de los pastelitos entre todas
- Como quieras… vamos Raquel, seguimos
Raquel asintiendo comenzó a girar nuevamente la manija plateada de aquel contenedor de plástico rojo transparente, dentro del cual algunos bolos blancos se golpeaban unos con otros. Segundos después, la mujer acomodándose las gafas y ajustando la vista, cantaba en voz alta el siguiente número. Mariela percibió entonces, en todos esos ojos chispeantes que buscaban el número cantado, un entusiasmo casi adolescente y no pudo evitar sonreír. Fue cuando notó que su madre en cambio, miraba como confundida su propio cartoncillo mientras su mano se movía nerviosamente sobre los diferentes recuadros numerados. Al ver que ella no reaccionaba, la joven se le acercó para preguntarle en un susurro:
- ¿Te pasa algo mami?
- Eh…- La miró con ojos flojos - ¿Qué número dijo?
- Treinta ocho
- Eso es… treinta y ocho…treinta y ocho…
Comenzó a repetirse a la par que sus ojos volvían a buscar entre los números que tenía en frente. Una sombra de preocupación apareció en el rostro de la joven mientras disimuladamente le indicaba el casillero correcto. Casi inmediatamente, Sonia gritaba ¡bingo! y Amalia finalmente resoplaba aliviada.
Esa tarde fue la última vez que la vió jugar con sus amigas y en los meses que siguieron, Amalia, de ser una mujer vital y sociable, comenzó a volverse taciturna y hogareña. Mariela al verla cada vez más distraída y ausente, terminó convenciéndola para ir al médico. El diagnóstico fue claro y contundente.
Y ahora la imagen de ese cojín metido dentro del fregadero con los trastos de la mañana, no hacía otra cosa que presagiarle lo peor. Un ruido de madera crujiente que provenía del jardín, la sacó del estado de inmovilidad en la que había caído. Se acercó hasta la ventana y al asomarse, la vió sentada sobre la gran banca de roble y hierro fundido en medio del césped cubierto con los colores del otoño. Tenía los ojos y el cuerpo como ausentes. Al salir y empezar a caminar hacia ella, tuvo que respirar hondo para intentar que ese gran nudo en el estómago aflojara en algo. Fue inútil. Amalia, por su parte, ni se inmutó cuando su hija se sentó junto a ella. Mariela acababa de sentir que la angustia se le tornaba insoportable en medio de ese silencio prolongado, cuando la madre finalmente volteó y la miró unos segundos como repasando sus rasgos.
- ¿Qué hora es?- Le preguntó de pronto
- Las dos
- Pues vamos a comer ¿No hija?
- Si… - Respondió Mariela sintiendo como le volvía el alma al cuerpo- Claro…
Ambas se levantaron y Amalia de forma muy natural, pasándole el brazo a su hija, se medio aferró al de ella. Mariela esbozó una sonrisa y la besó efusivamente en la mejilla.
- Mami, ¿Que hace ese cojín en el fregadero?
- ¿Qué cojín?
- Uno de los cojines del sofá está metido en el fregadero
- Ah… es que… se me cayó el café y lo metí bajo el grifo para quitarle la mancha, lo debo haber olvidado, ya sabes, mi cabeza que funciona cuando le da la gana.
Comieron y charlaron animadamente hasta que fue hora de que Mariela volviera al despacho. La ayudó con los trastos, colgó luego el cojín en el tendedero y mientras su madre se sentaba en el sofá a mirar la televisión, ella fue a lavarse las manos. Al entrar al baño de visitas de la primera planta notó que el jabón se había terminado. Volvió a salir en busca de su madre, pero al verla sumergida en su programa de televisión favorito, decidió no molestarla y subió al baño de la segunda planta. Tras terminar de lavarse, se dirigió al clóset del tesoro escondido, como desde pequeña había bautizado al viejo armario de madera ubicado en la ahora habitación de huéspedes donde, su madre solía guardar todas las cosas de recambio tipo jabones, papel higiénico, shampoo, velas, bombillas, etc.
Al abrirlo, Mariela se quedó muy quieta, mientras con ojos nerviosos descubría, adheridos a todas las paredes y al reverso de las puertas de ese armario vacío, una gran cantidad de notitas con recordatorios de fechas y tareas diarias. Todos esos papelitos de múltiples colores, estaban intercalados con fotos de familiares, amigos, vecinos y demás personas que solían frecuentar la casa. El extremo orden y cuidado con lo que todo había sido pegado y etiquetado, revelaba, sin duda, un trabajo de meses.
La respiración se le cortó al detenerse en una foto en particular. Los ojos se le llenaron inevitablemente de lágrimas mientras alcanzaba a leer la leyenda con la que la imagen había sido etiquetada: Mariela, es mi única hija tiene 34 años y nació el ocho de Agosto de 1975…
Llamó varias veces mientras frotaba pesadamente sus zapatos en el grueso felpudo de la entrada. En respuesta solo obtuvo el silencio típico de casa vacía y se extrañó. Eran las dos de la tarde y como todos los martes y jueves, había acudido puntual a comer con ella.
Recorrió visualmente el pasillo de entrada y posteriormente el salón, notando que todo lucía pulcramente ordenado y limpio. Se sintió aliviada hasta que llegó a la cocina y descubrió que la mesa de diario aún no estaba puesta. – Se quedó dormida de nuevo- Pensó tranquilizándose mientras dejaba sobre la mesa, las bolsas con comida china que había traído. Iba a salir rumbo a la planta alta cuando algo le llamó la atención e hizo que se detuviera. Dentro del fregadero, yacía un cojín de terciopelo floreado de regular tamaño, junto a una taza de losa blanca con restos de café. Sus ojos se quedaron anclados en ese cojín mientras un aire frío y extraño le subía por la espalda y se esparcía luego por sus mejillas. Supo entonces que algo no estaba bien.
Y es que para Mariela, aquellas visitas se habían ido convirtiendo en una especie de albur desde hacía aproximadamente unos ocho meses, cuando descubrió que Amalia, su madre no era eterna y comenzaba a acusar el paso del tiempo. Fue una tarde de primavera, una de aquellas en las Amalia y un grupo de amigas, enfermeras voluntarias todas en el hospital del ejercito desde hacía más de treinta años, se reunían como cada tercer martes de mes a jugar al bingo.
Mariela había llegado con unos pastelitos con crema para tomar el té al acabar la partida, con su madre y esas mujeres a las que conocía de toda la vida.
- ¡Marielita!- Exclamó Susana, la mejor amiga de su madre desde que tenía uso de razón - Ven a darle un beso a tu madrina
- Hola tía Susi- respondió la joven acercándose para besarla cariñosamente antes de saludar al resto de mujeres- ¿Y quien va ganando?- Preguntó al sentarse en la silla que quedaba libre junto a su madre
- ¡Sonia para variar!!! – gritaron todas al unísono
- Bueno seguimos ¿no? – agregó Amalia antes de dirigirse a su hija- Cariño si quieres puedes ir adelantando, hay algo de agua caliente en la tetera
- No mami, espero a que terminen y así disfrutamos de los pastelitos entre todas
- Como quieras… vamos Raquel, seguimos
Raquel asintiendo comenzó a girar nuevamente la manija plateada de aquel contenedor de plástico rojo transparente, dentro del cual algunos bolos blancos se golpeaban unos con otros. Segundos después, la mujer acomodándose las gafas y ajustando la vista, cantaba en voz alta el siguiente número. Mariela percibió entonces, en todos esos ojos chispeantes que buscaban el número cantado, un entusiasmo casi adolescente y no pudo evitar sonreír. Fue cuando notó que su madre en cambio, miraba como confundida su propio cartoncillo mientras su mano se movía nerviosamente sobre los diferentes recuadros numerados. Al ver que ella no reaccionaba, la joven se le acercó para preguntarle en un susurro:
- ¿Te pasa algo mami?
- Eh…- La miró con ojos flojos - ¿Qué número dijo?
- Treinta ocho
- Eso es… treinta y ocho…treinta y ocho…
Comenzó a repetirse a la par que sus ojos volvían a buscar entre los números que tenía en frente. Una sombra de preocupación apareció en el rostro de la joven mientras disimuladamente le indicaba el casillero correcto. Casi inmediatamente, Sonia gritaba ¡bingo! y Amalia finalmente resoplaba aliviada.
Esa tarde fue la última vez que la vió jugar con sus amigas y en los meses que siguieron, Amalia, de ser una mujer vital y sociable, comenzó a volverse taciturna y hogareña. Mariela al verla cada vez más distraída y ausente, terminó convenciéndola para ir al médico. El diagnóstico fue claro y contundente.
Y ahora la imagen de ese cojín metido dentro del fregadero con los trastos de la mañana, no hacía otra cosa que presagiarle lo peor. Un ruido de madera crujiente que provenía del jardín, la sacó del estado de inmovilidad en la que había caído. Se acercó hasta la ventana y al asomarse, la vió sentada sobre la gran banca de roble y hierro fundido en medio del césped cubierto con los colores del otoño. Tenía los ojos y el cuerpo como ausentes. Al salir y empezar a caminar hacia ella, tuvo que respirar hondo para intentar que ese gran nudo en el estómago aflojara en algo. Fue inútil. Amalia, por su parte, ni se inmutó cuando su hija se sentó junto a ella. Mariela acababa de sentir que la angustia se le tornaba insoportable en medio de ese silencio prolongado, cuando la madre finalmente volteó y la miró unos segundos como repasando sus rasgos.
- ¿Qué hora es?- Le preguntó de pronto
- Las dos
- Pues vamos a comer ¿No hija?
- Si… - Respondió Mariela sintiendo como le volvía el alma al cuerpo- Claro…
Ambas se levantaron y Amalia de forma muy natural, pasándole el brazo a su hija, se medio aferró al de ella. Mariela esbozó una sonrisa y la besó efusivamente en la mejilla.
- Mami, ¿Que hace ese cojín en el fregadero?
- ¿Qué cojín?
- Uno de los cojines del sofá está metido en el fregadero
- Ah… es que… se me cayó el café y lo metí bajo el grifo para quitarle la mancha, lo debo haber olvidado, ya sabes, mi cabeza que funciona cuando le da la gana.
Comieron y charlaron animadamente hasta que fue hora de que Mariela volviera al despacho. La ayudó con los trastos, colgó luego el cojín en el tendedero y mientras su madre se sentaba en el sofá a mirar la televisión, ella fue a lavarse las manos. Al entrar al baño de visitas de la primera planta notó que el jabón se había terminado. Volvió a salir en busca de su madre, pero al verla sumergida en su programa de televisión favorito, decidió no molestarla y subió al baño de la segunda planta. Tras terminar de lavarse, se dirigió al clóset del tesoro escondido, como desde pequeña había bautizado al viejo armario de madera ubicado en la ahora habitación de huéspedes donde, su madre solía guardar todas las cosas de recambio tipo jabones, papel higiénico, shampoo, velas, bombillas, etc.
Al abrirlo, Mariela se quedó muy quieta, mientras con ojos nerviosos descubría, adheridos a todas las paredes y al reverso de las puertas de ese armario vacío, una gran cantidad de notitas con recordatorios de fechas y tareas diarias. Todos esos papelitos de múltiples colores, estaban intercalados con fotos de familiares, amigos, vecinos y demás personas que solían frecuentar la casa. El extremo orden y cuidado con lo que todo había sido pegado y etiquetado, revelaba, sin duda, un trabajo de meses.
La respiración se le cortó al detenerse en una foto en particular. Los ojos se le llenaron inevitablemente de lágrimas mientras alcanzaba a leer la leyenda con la que la imagen había sido etiquetada: Mariela, es mi única hija tiene 34 años y nació el ocho de Agosto de 1975…
9 comentarios :
Abro yo estos comentarios para contarles que este texto es el resultado de un ejercicio. Coger dos sustantivos concretos del diccionario al azar y al juntarlos ver que cosa gatilla en la imaginación la relación de dos palabras que por lo general no tienen nada que ver...cuando me salió cojin primero y fregadero después, me dije joder...y ahora?...pero apenas asocié las dos palabras...todo cambió... espero que lo disfruten
Si me pongo a pensar q el punto de partida fueron dos cosas tan cotideanas y vulgares como un cojin y el fregadero de la casa no puedo mas q asombrarme del poder de tu imaginacion (q ya sabia grande)
El cuento, pues a mi me cuesta mucho hablar del deterioro paulatino de la mente de un ser querido, asi q creo q paso palabra.
Pero si te dire q me gusto
besos
Mucho de nada, porque me las has devuelto con creces, con el escrito el cojin y el fregadero, tienes una imaginación deslumbrante.
Lo más importante se me ha olvidado,muchas felicidades y enhorabuena,por el postit 1.
Lo más importante se me ha olvidado,muchas felicidades y enhorabuena,por el postit 1.
A mi me tocaron bolsa y retablo... al final terminé bendiendo un retablo a caxitos en la bolsa(mercado de valores). Creo que no había reído tanto haciendo un ejercicio. Éste por supuesto es sublime y precioso
D.
Muchas gracias por sus palabras. Da ganas de seguir intentándolo.
Pd: D, sigo tratando de imaginarme como puede alguien vender un retablo en la bolsa de valores...jajajaja... ah y mil gracias por lo que tu ya sabes, sorry si no contesté pero ya me conoces, yo y mis desapariciones aunque al final siempre vuelvo.
Jajaja... yo todavía me pregunto como se me ocurrió la idea. Está por el blog colgado, te dejo el enlace: http://dsdmona1.blogspot.com/2006/11/binomio-fantstico.html
D.
PD: Las gracias no se merecen... me alegro de que te secuestren
Me encanto el cuento, se me llenaron los ojos de lágrimas.
gracias, escribes maravillo.
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