Ni bien divisé por el parabrisas, aquel lugar para muchos maldito, me asaltaron cientos de recuerdos empolvados por los años. Casi treinta diría yo. Al bajarme y respirar ese aire con olor a aserrín y musgo, tan familiar, supe que no había podido elegir mejor sitio, que el escenario predilecto de mis aventuras de infancia, para llevar a cabo mi última misión.
Conduje lentamente por un camino de arcilla seca flanqueado por viejas casas rodantes, desde las cuales, asomaban algunos rostros carcomidos por el sol. Era curioso pero, a pesar de esa sensación de largo abandono que desprendía el lugar y sus gentes, todo aquello ejercía cierta fascinación en mí. Podría decir que era hasta hermoso, como lo son en general, todas aquellas cosas que destacan por su rareza.
Casi llegando a la muralla del fondo, encontré un lugar donde aparcar. Un grupo de niños revoltosos me dieron la bienvenida. De todos los bártulos que fui acomodando a lo largo y ancho de mi parcela de terreno, lo que más les llamó la atención fue mi radio desensamblada, cuyas partes se podían ver fijas a una tabla de madera rectangular. Tras varios minutos intentando colgar algo bastante parecido a una antena, logré finalmente sintonizar una estación donde narraban un partido de futbol. Mi recién armado campamento no tardó ni diez minutos en llenarse de hombres rudos y arrugados, que arrastrando sus bancos se sentaron alrededor de la mesa colocada debajo de mi improvisado toldo de plástico azul. Un par de horas después, se habían acabado el cartón completo de tabaco y prácticamente toda la botella del aguardiente japonés, regalo de despedida de una enfermera nipona. El jolgorio se vió interrumpido por los gritos de las mujeres reclamando la presencia de sus hombres a la hora de comer.
Una vez solo, terminé de re acomodar el tiradero dejado por mis inesperados huéspedes y fui a recorrer el lugar. Ni bien entré al depósito de maderas, me escabullí por entre los callejones angostos formados por las enormes pilas de vigas y pies derechos. Al mirar hacia arriba, descubrí otra vez, esas largas franjas de cielo azulado y como hace años, me quedé un buen rato contemplando las nubes color plata moverse entre los escombros. Cerré los ojos invadido por la paz que el silbido tenue de los chiflones de viento producían al escabullirse por aquel laberinto. Más tarde, saliendo por el lado opuesto, terminé en la entrada del antiguo cementerio.
Apenas comencé a caminar sobre la hierba que seguía esforzándose por borrar las pocas huellas del otrora camposanto, un recuerdo gatilló como eco profundo en mi memoria.
- ¡Corre Nico! Mira
- ¿Y eso que es Chana?
- Otra calavera, mira que bonita es
- A mi me da miedo, mejor nos vamos –le dije cogiéndole fuertemente la mano
- Nico, eres un miedoso, ¿No ves que está muerta? No pasa nada
- Oye Chana… ¿Nos damos un beso como la otra vez?
- Ya… pero uno rápido
No pude evitar echarme a reír al recordar como nos miramos después de compartir aquel beso rápido y baboso y casi de forma automática nos limpiamos las bocas en las mangas de nuestras respectivas camisetas.
Me giré sobresaltado al escuchar pisadas sobre la hierba detrás de mí, encontrándome a una mujer de unos treinta y pico años, de cabellos marrones hasta los hombros, vestido suelto de tirantes y que a pesar de sus facciones algo duras, despedía cierto desamparo. Creyendo por un instante de que se trataba de una aparición, no pude reaccionar al reconocer esos ojos verdes profundos que me miraban con curiosidad. La observé entonces con más detenimiento. Su piel curtida por el sol, me habló de los años vividos casi en la intemperie. Los callos de sus pies descalzos y de sus manos huesudas, me hablaron de las horas acostumbrándose a las astillas de la madera. Supe entonces que no había salido de aquel lugar jamás.
- Perdón no quise asustarte. Vengo después de comer a leer un rato…no pensé encontrarme a nadie- me dijo con voz áspera
- Veo que todavía te gusta leer junto a los muertos
Su curiosidad y reparo se transformó en sorpresa. Me sonrió. Ambos nos quedamos mirando un largo rato. Como reconociéndonos. Estaba conmovido de verla, tanto que tuve que exhalar algo del aire que sentí se me atoraba en el pecho.
- Ya no queda ningún muerto, los terminaron de mover todos hace años… ¿Qué haces aquí?
- Eh… se podría decir que recorriendo el mundo
- ¿Y escogiste esto como parada?... debes estar completamente loco
Había enviudado hacía cinco años y tenía tres niños, de ocho, siete y seis. Me sorprendió su forma de hablar, directa, sin rodeos. Típico de alguien que no ha sido sometido al aprendizaje de aquel juego social de decir solo lo políticamente correcto. En las semanas que pasaron, los paseos con Chana se hicieron más frecuentes. Yo indagaba intrigado en su vida de todos estos años y ella me pedía que le contara del mundo de afuera mientras fumábamos hasta las tres de la mañana. Así llegó la primavera en San Mittre y ella y yo, nos habíamos hecho inseparables nuevamente.
Fue una de esas eternas noches de charla, mientras mirábamos las estrellas, que ella rozó de casualidad mi entrepierna. Mi erección fue inmediata y no solo evidente para mí. Me sentí avergonzado. Hubiese jurado que ella esperaba que la besara. Quise hacerlo y sin embargo me limité a despedirme y regresé a mi carromato. Esa noche no pude conciliar el sueño, debatiéndome entre mantenerme apartado o sucumbir a algo a lo que no estaba seguro, seguía teniendo derecho.
La firme promesa de mantenerme alejado me duró exactamente veinticuatro horas cuando a la noche siguiente, cerca de las dos de la mañana, sentí que alguien se deslizaba bajo mis sábanas. Ambos compartimos esa noche, algo más que la desesperanza.
Ser un condenado y tener tan buena suerte, era algo a lo que tardé bastante poco en acostumbrarme en los cuatro meses que pasaron desde aquella noche. Me olvidé de todo, alimentado cariñosamente por las abuelas a cambio de colocarles antenas caseras para sus radios. Seguido con admiración por los niños durante las caminatas exploradoras por los territorios siniestros del Ejido. Y por las noches, ella, con el pacto tácito del no compromiso, compartiendo, su piel, sus besos, su soledad. Todo era perfecto hasta que una noche, después de una de esas sesiones de amor a lo loco, me dijo que me quería.
Hace cuatro horas que no he dejado de apretar el acelerador buscando alejarme cuanto antes del Ejido de San Mittre, ese lugar que para muchos rezuma muerte y en cual yo a pesar de estar muriéndome, me sentí más vivo que nunca.
7 comentarios :
Sigue con tu compulsión a escribir... Me ha encantado este relato, los miedos.... Un beso
Tempodelecer
P.D.: Por cierto aunque esto a lo mejor correspondería en el apartado anterior, lo escribo aquí, fantástico Quim Monzó y sus relatos, por ej. "Mil cretinoa".
Un beso
Tempodelecer
creo qes una de las mejores cosas q has escrito en relatos cortos.
me encanto,
Gracias señoras por sus comentarios. A ver que me dice el profe pasado mañana con respecto a este texto.
Ese cuento de Monzo todavía no lo leo pero el tío me encanta, vaya descubrimiento. Estoy fascinada con lo grotesco de su escritura. Con su manera de narrar y lograr meterte en su subrealismo sin siquiera darte cuenta...y al final termina hablando de temas tan universales ...me repito lo sé pero es fantastico realmente.
Muy bonito. A veces a la hora de partir uno se hace la ilusión que podra volver.... Tal vez es lo necesario en el momento para poder alejarse.
S
Pregunta suelta y no es concurso eh? asi que contestar con la verdad que eso me ayudará a mejorar mis textos: Cuantas personas intuyeron que lo que pasaba con el tipo era que se estaba muriendo?
yo no lo intui y lo cierto es q me gusto el sorprenderme
Pensaba decir que si se sentía vivo porqué huía, ahora veo que el muríendome era literal... Espero que al profe también le parezca brillante...
Un saludo y gracias.
Publicar un comentario