Esos lazos invisibles...


                El día de hoy celebramos el cumpleaños de mi madre. Nos reunimos en casa de mis viejos, a comer, disfrutar del verano en la piscina y juguetear con esos cuatro sobris que le ponen las pilas a las reuniones familiares desde hace seis años. Todo parecía indicar que iba ser un cumpleaños más, pero hay veces en que la vida se las arregla para sorprendernos y hacernos testigos de un acontecimiento mágico. Uno de esos capaces de transformar un día normal, en algo inolvidable.

                Ayer por la tarde, los melli junto a su mamá, o sea mi hermana menor, daban un paseo por el parque que está justo en frente a la casa de mis padres y de pronto se encontraron en el césped a un periquito australiano. Al parecer se había caído de algún árbol y no podía volar. Mi hermana buscó en los alrededores pero no encontró a otros de su especie. Por temor a que el pequeñín se convirtiera en banquete fácil de uno de los perritos que suelen pasear por ese parque, finalmente lo recogió, ante la algarabía de los melli, por esa primera mascota que les había caído literalmente del cielo.

                Hoy, el pequeño periquito australiano, era uno de los invitados en la celebración familiar. Cuando llegué y lo vi, lo noté particularmente tranquilo y callado, actitud que contrastaba con el entusiasmo de los niños, los cuales mostraban  orgullosos a su recientemente bautizado pajarito: Alitas. No voy a negar que, algo me apretó el estómago y me sentí triste al ver aquel diminuto pajarillo respirando soledad, en su jaulita recién comprada.

                Se abrió la primera botella de Cava y traté de sumergirme en una conversación con mi abue, a quien no había visitado desde hace meses y así olvidarme del pequeño periquito solitario convertido inconscientemente en una especie de monito de circo.

                Ahí estábamos todos, saboreando los diversos potajes de comida china que “San Delivery” nos había traído, cuando de pronto el callado Alitas, de la nada, comenzó a trinar de forma insistente, casi como exigiéndonos que no le diésemos la espalda. Dos segundos después, un periquito adulto, con la misma mezcla de azules, verdes y grises que el pequeñín enjaulado, se posó en uno de los manzanos del jardín. En ese mismo instante, comenzó un intercambio encendido de sonidos pajariles entre los dos. -esa debe ser su mamá- exclamó mi padre. Sin embargo, antes de que pudiéramos reaccionar, la presunta madre desapareció. Fue entonces que volteamos hacia mi hermana y le dijimos de forma unánime que debería regresar a Alitas de vuelta al lugar donde lo había encontrado. Ella respondió que de todas maneras  lo haría, pero en uno días cuando el pequeñín pudiera volar. Con esa respuesta tranquilizando nuestras consciencias, volvimos a la comida y a la conversación, a los chapuzones y a los juegos de pelota. Pero alguien al parecer no estaba dispuesto a caer en el olvido.

                Alitas se había puesto a cantar de nuevo.

                Al instante aparecieron tres periquitos igualitos, al punto que era difícil diferenciarlos,  acompañando a la presunta madre que ya nos había visitado. Comenzó nuevamente ese intercambio intenso de trinos entre toda la familia periquito. Éramos testigos de pronto, del reclamo desesperado de una madre y sus hijos por lo que legítimamente les pertenecía y un pequeñín que clamaba por su libertad.  

                 - Hay que soltarlo – dijimos todos mientras nos poníamos de pie.

                 Mi sobrina se puso a llorar y su hermano contemplaba la escena sin decir palabra. Mi hermana les trató de explicar la situación mientras sacábamos a Alitas de su jaula. Éste ni bien se vió libre, voló sin dudarlo en dirección a los otros periquitos, pero a medida que se acercaba fue perdiendo altura hasta aterrizar en tierra. Se quedó quieto nuevamente, como asimilando su derrota.

                Hubo un silencio lleno de preocupación ante el fallido intento de libertad de Alitas pues sabíamos ahora que podía hasta morirse de la tristeza si no se reunía con su familia, pero por otro lado, dejarlo en el parque también significaba condenarlo a una muerte segura.

                Contrariados por la disyuntiva, volvimos a cogerlo y levantarlo del suelo,  en medio de los trinos salpicados de angustia de sus congéneres. Casi podría decir que nuestro debate desesperado sobre qué hacer, había terminado por sincronizarse con el de los pajaritos, como si todos hubiéramos empezado a cantar en el mismo idioma. Alitas temblaba, lo acariciamos tratando de calmarlo.

                -  Vamos, intentémoslo otra vez – dijimos.

                En eso, las dos manos que lo sostenían se abrieron y él se quedo ahí parado unos segundos como si buscara entender la situación. Fue entonces que el canto subió de volumen. Se había vuelto casi ensordecedor, al punto de que parecía que estuviéramos en medio de un aviario sobrepoblado. Inesperadamente, la familia periquito salió cual manada, volando hacia el parque y Alitas al verlos, se alzó en vuelo detrás de ellos.

                Creo que por los siguientes cinco segundos, el tiempo se detuvo y a todos se nos cortó la respiración mientras veíamos como el pequeño se esforzaba por seguir a su familia. Despacio, fue extendiendo sus alas todo lo que podía, moviéndolas frenéticamente de arriba abajo, para no caer. Sonreí cuando ví que ganaba altura y finalmente alcanzaba al resto. Segundos después vimos como todos aterrizaban en uno de los robles más altos del parque. El canto de la familia periquito fue distinto esta vez.

                 Todos nos quedamos inmóviles un buen rato, mirando al cielo, por donde Alitas había alcanzado finalmente la libertad.

                   -   ¿Va estar bien? – preguntó mi sobrinita preocupada.

                   -    Si mi amor, ya está con quien tiene que estar- respondí.
 
 
Entrada publicada por SYD708 el domingo, 10 de marzo de 2013 .
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