El solo hecho de enterarme que Arianne había
vuelto, hizo que suspendiera mis
acostumbrados paseos a St. Anne por pánico a que me viera y me atrincheré en casa, como haría un soldado
esperando un ataque mortal. Se me borró
el sueño de un plumazo, lo que hizo que empezara a deambular por todo el
departamento hasta casi el amanecer mientras los recuerdos volvían
transformados ahora en dardos hirientes, a atormentar un corazón que a duras
penas había aprendido a vivir con resignación. Convulsionaba nuevamente mi
vida, de la misma manera como la había convulsionado aquella tarde lluviosa en
la que descubrí que era ella a quien yo estaba destinada a encontrar.
Patrick
preocupado insistía que comiera pero una sensación de estómago revuelto apenas
me permitía probar bocado. Mi humor se volvió volátil, oscilando en cuestión de
segundos, de la melancolía profunda a la desesperación.
Una
noche de esas en que me revolvía en la cama incapaz de dormir, me levanté y
caminé hacia el salón. Tanteé la mesa del comedor hasta toparme con el álbum de
fotos, en donde Patrick me había ayudado a guardar el recorte periodístico. Lo
cogí y fui pasando hoja por hoja, todas esas fotos que ella había tomado alguna
vez y que volvía a recordar al leer la leyenda Braile que le había puesto a
cada una de ellas. Finalmente llegué al recorte y volví a repasarlo con mis
dedos. Primero con el rostro hacia el techo, concentrándome en que mis dedos me
revelaran algo más. Luego hice como si fijara la mirada en ese retazo de papel,
buscando al menos una miserable sombra que en un descuido, mi carcelero destino
hubiese dejado olvidada para mí. Me levanté torpemente y a tientas comencé a
encender todos los interruptores de luz que casi nunca usaba. No percibí cambio
alguno. Caminé entonces hacia la cocina y rebusqué en la alacena mientras
varios paquetes de lo que supuse galletas y algunas latas de conservas,
resbalaban hasta el piso. Finalmente encontré mi vieja linterna, la que solía
usar obsesivamente justo en esos meses antes de quedar ciega y alumbrar lo poco
del mundo que me quedaba. Regresé al
comedor a tropezones y volví a coger el
recorte. Apunté la linterna hacia el papel, apretando los ojos mientras la
respiración se me entrecortaba. Pero esa negrura que me había envuelto sin
piedad por tantos años, seguía ahí inquebrantable. Mis latidos se volvieron tan
salvajes que retumbaron contra todas las paredes que me rodeaban. La sangre se
disparó hacia mi cabeza al punto que pensé iba a explotarme. Todo mi cuerpo se
erizó violentamente, haciéndome lanzar la linterna contra la mampara del balcón.
Mientras el golpe seco de la linterna antecedía a un vidrio que estallaba en
mil pedazos, liberé un grito, hondo y ronco, eco inevitable de ese dolor capeado
por tanto tiempo, que volvía intacto, como un veneno que azotaba sin piedad mientras
se mezclaba con mi sangre e iba formando miles de llagas a su paso. Fue en ese
preciso momento que comprendí que aquella película perfecta que había
construido en mi cabeza con su recuerdo y que se había convertido en mi boleto
de supervivencia todos esos años, acababa de caducar y no tenía como renovarlo.
Sentí claramente como esa noche, mi
corazón con mil remiendos, recibía una estocada mortal.
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