Un frenazo rompe de improviso el silencio de una
noche tranquila, el rechinar de unos neumáticos luchan por adherirse al
pavimento. Cristales que revientan en mil pedazos y el sonido seco del metal
destrozándose en el aire. Una voz se apaga en una súplica que nadie oye… De
fondo, se escucha parte del concierto para piano número uno de
Tchaikovski. Una mujer en impecable
traje negro y cabello castaño recogido, agita la batuta con ojos hinchados de
pasión, marea de aplausos que retumba en una platea majestuosa y balcones
vestidos en pino y seda… Personas, por millones, formando enormes cardúmenes
anónimos, cruzan la ciudad frenéticamente hacia los trenes subterráneos. Sin
tiempo para un respiro. Y desde las humeantes cloacas de la Gran Manzana, surge el eco de un
aullido, prolongándose desgarradoramente entre besos babosos que se clavan en
el alma como una daga envenenada.
Una chica larguirucha, de tez
pálida y de cabellos rojos enmarañados desciende de un autobús. Mochila al
hombro, lleva un estuche de violín lleno de pegatinas viejas. Mira abrumada,
ese gigantesco bosque de hormigón que parece fuera tragársela en un soplido
y a pesar del miedo, lleva en el rostro,
la esperanza, de quien todavía se atreve soñar.
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