ZOE
Había
llegado a la gran manzana con doscientos dólares en el bolsillo, un violín
viejo y un sueño: el de formar parte de la Filarmónica de Nueva York. Sin
embargo, dos años después, freía hamburguesas medio tiempo en un Mac.Donalds,
cerca de la Quinta Avenida y llevaba ya siete audiciones fallidas. Lo más cerca
que había estado de un recital había sido en una de esas bodas o bautizos,
donde la contrataban para tocar aves marías y marchas nupciales y que le permitían
llegar a fin de mes de manera más digna. Rara vez había tenido la suerte de
encontrarse una pareja de gustos musicales rebuscados y llegado a tocar algo de
Dvorak o Rachmaninoff.
Aprendió pronto que Nueva York era
una ciudad difícil de llevar en soledad y entonces añadió a su lista de
“quieros” el encontrar a alguien que sintonizara su misma frecuencia. Tal vez
así, pensaba, todo sería más fácil. En su búsqueda se sucedieron varios
acompañantes, pero a la misma velocidad con
la que se habían metido en su cama, habían desaparecido, en perfecta
sincronización con la vida acelerada y rutinaria de la gran metrópoli. A veces
sentía miedo, de que esa frialdad que se percibía en todas las esquinas, que la
acechaba como un fantasma sediento, terminara por tragársela y la devolviera convertida
en una autómata más, una de esas que mezclándose con el humo que respiraba del
subsuelo, marchaban por las calles o se apretujaban en el metro, sin historia,
sin raíces, sin identidad.
Era ya finales de otoño y la
temperatura comenzaba a descender abruptamente. Los camiones de basura casi
había arrasado con las ultimas hojas de estación y ahora los arboles lucían
lánguidos y desnudos. Desamparados… tanto como yo- murmuró Zoe, mientras fumaba
en el patio trasero del Mac Donalds. Lucía tremendas ojeras y el rostro
desencajado. Hacía cerca de un mes, había fallado en una nueva audición. Miró
su reloj e hizo una mueca de disgusto al ver que todavía quedaban un par de
horas para finalizar su turno. Olió su ropa y apretó los ojos con asco, harta
de ese olor a grasa que le parecía impregnaba hasta su ropa interior. Lanzó
furiosa lo que le restaba del cigarrillo antes de entrar. Tras hablarle al oído
un par de cosas a su compañero de turno, se quitó el delantal, cogió el bolso y
su casaca de jeans y salió dando un portazo.
El violín fue siempre su salvación
en esos momentos, cuando sentía que todo su mundo parecía colapsar. El sumergirse
en la música había sido su mejor antídoto contra la locura de sentirse atrapada
en una vida que no quería. Sin embargo, desde ese último fracaso, no había
podido volver a tocar, una especie de apatía se había apoderado de ella y cada
vez que intentaba hacerlo, sus dedos parecían anquilosarse, como troncos viejos
y torcidos, incapaces de deslizarse sobre las cuerdas. Volvió a intentar los
viejos ejercicios de calentamiento que aprendió en sus primeros años, escuchaba
por horas sus piezas favoritas, Debussy, Bach y sus prestos o los nocturnos de
Chopin, esos que casi siempre terminaban erizándole la piel y despertaban en
ella el impulso irrefrenable de tocar días enteros. No hubo forma, algo parecía
haberse cerrado dentro de ella y con gran frustración observaba como su más
grande pasión se diluía de a pocos, como una vela a punto de consumirse. Tuvo
que cancelar varias bodas y demás compromisos y su bolsillo no tardó en
resentirse, llegando al punto de deber ya, un mes alquiler. Los días se fueron
así, volviendo más cuesta arriba, encontrándose cada vez, con menos fuerzas de hacerles
frente. Quizás había comenzado a claudicar y aún no se había dado cuenta.
1 comentarios :
Este tema q has tocado la imigraciom esta a la orden del dia en muchisimas ciudades y haciendo q la mayoria de los jóvenes tengan q salir de su tierra para encontrar trabajo.
Ya me tienes engachada en esta interesante historia queriendo conocer la vida de Zoe.
Un abrazo. Muchas gracias. Co
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