Desperté confundida y sobresaltada, con la
sensación de estar en un lugar extraño. Todo en frente mío lucía desenfocado y
cubierto por un espeso humo plomizo, que borraba el contorno de mi visión, casi
como si estuviera viendo a través de una cerradura. Apreté los ojos un momento
y respiré buscando inyectarme algo de calma. Para cuando los abrí nuevamente, reconocí
por fin mi habitación de techos altos y paredes blancas. Vi que aún era de día,
pues se colaba algo de luz por la ventana empañada de frío y a lo lejos, pude
escuchar el sonido endemoniado de los claxons
en hora punta. En medio de ese barullo urbano exacerbando aún más mi angustia,
me llegó entonces el sonido suave de una respiración acompasada. Sentí un
alivio inmediato al comprobar que ella aún dormía junto a mí. Quise moverme
pero no pude. Tenía el cuerpo agarrotado y adolorido. En el intento solté un
leve quejido que alertó a Arianne. Se giró hacia mí y me miró largo rato sin
decir una sola palabra. Para ella también pareció ser un descubrimiento el
hallarse en mi cama a esas horas. Noté que su hematoma había crecido hasta
cubrirle todo el mentón con una mancha entre violeta y verdosa. Entristecida
por esa imagen, hice el esfuerzo de estirar mis dedos y acariciarle el
pelo. Un recuerdo entonces irrumpió
violentamente en mi cabeza. Podría haber jurado que sentí su aliento caliente y
alcoholizado en mi nuca. Comencé a temblar.
-
¿Qué te pasa? – me preguntó asustada.
-
Tengo frío…mucho...
Pensé
que iba morirme ahí mismo mientras mi cuerpo se descontrolaba salvajemente. Ella,
en un acto desesperado, se pegó a mí y me abrigó con fuerza, tratando de
contener mi exaltación. Casi no podía respirar, era como si el aire se hubiera
convertido en plomo líquido y que al aspirarlo, dolía inmensamente. En medio de
ese ataque de pánico, Arianne comenzó a besar mi espalda, con besos cortitos, sentidos
y plagados de una dulzura poco común en ella. Cerré los ojos sin poder evitar
que las lágrimas se escurrieran por mis mejillas. Esas caricias fueron en ese
momento, como el agua, esa que llega a un moribundo recién rescatado del
desierto más implacable, después de haber estado perdido durante semanas. A
salvo, en brazos de la única persona capaz de apartar mis miedos y apaciguar mi
rencor, fui abandonándome, nuevamente, a
esa terca e ingenua creencia mía de que todo con ella era posible.
-
Voy a hacer café, quédate aquí – me susurró mientras se levantaba.
Me
acomodé segura bajo las sábanas y cerré los ojos. Casi me había quedado dormida
cuando escuché un grito desgarrador que provenía de la cocina. Iba a bajarme de
la cama cuando, a lo lejos, logré escuchar al locutor de noticias del
telediario de las seis, narrar los detalles
de mi crimen.
Acompañarla
en su luto supuso resistir más allá de lo imaginable, resistir a la convivencia
con ese dolor, palpar sus llagas en silencio, entre incendios de rencor, culpa
y mucha impotencia. Castigo que consideré
más que apropiado por haberme convertido en la verdugo de su verdugo, lo que me
hacía también culpable de su tremenda desdicha. Pasar con ella ese trance, supuso
también esperar pacientemente en un rincón; a que un día; a través de esas lágrimas que le cegaban los ojos
y el corazón, por fin pudiera verme.
Y
con esa esperanza como único sostén, permanecí
a su lado, mientras ella yacía como extraviada, encerrada en sus recuerdos y tan
ajena a mí hasta el punto de dolerme.
Fue
cuando apareció el miedo a que la sombra de ese animal no dejara de acecharnos
nunca, que las noches se tornaron más
borrosas y oscuras, en donde la impaciencia hacía presa de todo a su paso y los
gatos negros de ojos brillantes parecían inundar las calles. Comencé a sufrir
delirios de persecución, cegueras momentáneas, fiebres y falta de apetito. Poco
a poco fui perdiendo la batalla contra el frío horroroso de una soledad que se
acoplaba a mi piel hasta fundirse con ella. Ese desamparo absoluto en el que
empecé a hundirme, me empujó varias noches de desesperación a la calle Redford,
a comprar un abrazo, caricias de mentira y el calor de un cuerpo, que imaginaba
fuera el suyo, estremeciéndose por mí. Aunque
al final, pasado el efecto, las sombras siempre terminaban por atraparme nuevamente, haciéndome tropezar varias veces durante
el camino a esa casa en donde la mujer de mi vida me esperaba con el corazón inservible.
Una
noche, una de esas donde la soledad duele más de la cuenta, la paciencia finalmente
se me agotó.
Llevaba
como un litro de vodka en la sangre cuando llegué a la puerta del edificio. La
luz encendida del salón que traslucía por las cortinas me advirtieron de su
presencia. -Hoy no- pensé- no voy a poder resistirlo- me dije mientras apretaba
los puños contra la pared, como buscando algo de coraje en algún rincón de mi
cuerpo intoxicado.
Subí pesadamente la escalera tratando de
alargarla más de la cuenta. Por un momento pensé en correr pero estaba
demasiado alcoholizada para escapar. Finalmente abrí la puerta y al hacerlo, pude
ver que enjuagaba sus ojos rápidamente antes de mirarme y forzar una sonrisa.
Como
la odiaba cuando no podía ocultar el esfuerzo que le suponía mostrarse bien ante
mí. Sentí que la rabia me subía a la cabeza, avivada aun más por el alcohol de
esa otra maldita noche de amor comprado.
-
¿Quieres cenar? – me preguntó levantándose con intención de ir a la
cocina.
-
Quiero que me quieras…
1 comentarios :
Qué difíciles somos los humanos, hasta dónde nos puede llevar el amor hacia una persona...???
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