Después de recuperarme de ese accidente con
la mesa, episodios similares, comenzaron a repetirse con mayor frecuencia. Me
ocurría solo por las noches. Las luces de las calles aparecían ante mis ojos
bastante tenues, casi como velas a punto de ser tragadas por un gran marco
informe de un negro absoluto que rodeaba mi vista. Era como mirar a través de
un agujero. Este raro fenómeno, hizo que empezase a caminar con zozobra por las
calles de Dublín cuando estaba sola. Reduje entonces, mi radio de acción a esas
horas, limitándome a zonas cercanas a mi edificio o a St. Annes, en donde me
conocía de memoria todo el mobiliario urbano y demás cosas con las que podía
tropezar. Sin embargo y a pesar de lo vulnerable que
comencé a sentirme, decidí ignorar todo aquello que amenazara mi felicidad
recién conquistada. Le eché la culpa al
stress y creí que si me esforzaba por verlo todo dentro de los parámetros de lo
normal, pronto esa sensación de inseguridad desaparecería y las noches
volverían a ser las de siempre. Lo mismo hice con mi secreto. Me dejé envolver,
consciente o inconscientemente, no lo sé, por una especie de amnesia que me
distanció de ese asesinato, al punto de auto convencerme que se había tratado
de un mal sueño.
Fue
en aquella época, que creí que había logrado escapar de las consecuencias de mi
crimen, pero me equivoqué.
A
comienzos del otoño de 1990, aquel agujero negro apareció también durante el
día hasta volverse permanente y me asusté. Sin que Arianne se enterara, acudí
al médico. Es curioso pero después de tantos años, recuerdo a la perfección el
rostro del doctor Brown, leyendo mi veredicto con sus gafas negras a lo Woody Allen. Tras varios análisis y
pruebas que mantuvieron en vilo cerca de cuatro semanas, finalmente recibí mi
sentencia: Cadena perpetua.
-
Es congénito...
-
ya... y ese tratamiento que propone, ¿que lograría?
-
Retrasar el proceso unos años.
-
Pero al final sería lo mismo. ¿Verdad?
-
Siento no poder decirle otra cosa.
-
No se preocupe. Tal vez si fuera dueño de uno de esos laboratorios en
donde esconden las curas para llenarse los bolsillos manteniendo a la gente
enferma, podría decirme otra cosa, pero es solo un doctor que hace su
trabajo...gracias de todos modos.
Recuerdo
que al salir del Blacker Medical Center,
la luz del día me dolió hasta las sienes. Caminé un par de calles y casi por inercia me adentré en el Grandie’s
Pub de City Line. Ordené la sopa del día, una hamburguesa con queso y tocino, papas
fritas y helado de chocolate. Engullí todo en siete minutos, a pesar de no
tener hambre. El agujero que se me había formado en el estómago era tan grande
que pensé que con toda esa comida podría llenarlo y así dejaría de sentir ese
frio insoportable, traspasándome y amenazando con dejarme sin respiro, inerte
para siempre. Mientras comía, mis ojos
se quedaron inmóviles sobre el gran ventanal desde el cual, al otro lado de la
calle, se podía ver un gran anuncio promocionando un tour al África. El slogan
decía: Conoce tus límites en este mágico y exótico destino. Estaba claro que yo
no había necesitado salir de Dublín para conocer mis límites...y consecuencia
de ello, tocaba entonces emprender el largo camino hacia mi expiación.
Cuando abandoné el pub, el sol estaba por ponerse. Me encaminé hacia St. Anne y me senté
en la banca solitaria a mirar ese atardecer. En un momento alcé la vista al
sentir el ruido de las hojas de los arboles golpearse unas contra otras. Al
fondo, se escuchaba el graznido de los patos en el lago. Cerré los ojos,
tratando de poner mi mente en blanco y abandonándome a esa especie de orquesta
de sonidos, dejándome acunar con ellos mientras mis mejillas se mojaban de
desconsuelo. Miré entonces como el sol caía rendido sobre el horizonte e iba apagándose
lentamente, casi como mis ojos. Memoricé esa tarde, cada detalle, cada gama de
color, los pliegues de los troncos torcidos, el amarillo de las hojas a punto
de caer, los anaranjados y rojos de los picos de los patos en contraste con su blanquísimo
plumaje. La banca de bronce y madera envejecida en donde la besé por primera
vez...
Había quedado con Arianne en encontrarnos en
casa para cenar pero yo no aparecí hasta entrada la noche, cuando estuve segura
de haber juntado nuevamente todos los pedacitos de mi alma rota . Ni bien la
vi me le acerqué y la abracé como si con ello lograra fundirla a mi cuerpo el
resto de la vida. Minutos después yacía junto a ella, desnuda sobre la cama. La contemplé largo rato, recorriendo cada
parte de su cuerpo con mis dedos. Me detuve mucho más que otras veces, sintiendo cada textura, cada curva, cada pliegue,
casi como si fuera a después tener que dibujarla de memoria un millón de veces.
Cuando terminé de amar hasta su más pequeño detalle, me recosté a su altura y
le susurré: véndame. Mientras ella me amaba esa noche, yo no solo sentí que me
moría sino que traté de reproducir algo parecido a una película de Arianne en
mi cabeza, tratando de asociar cada movimiento que hacía a una imagen concreta,
anotando mentalmente los detalles que faltaban para poder robarlos en los días
siguientes y esa película corriera con facilidad. Supe desde ese momento que el
camino hacia la expiación de mis culpas, solo podría ser soportado si de alguna
forma me la llevaba conmigo. Semanas después, cuando finalmente logré
reproducir esa película a la perfección, comencé a armar mi discurso de
despedida.
El
discurso, dicho con la frialdad de quien aparenta no tener corazón, fue tan
cruel que aún ahora, después de tantos años, me es imposible reproducirlo. Frases
estudiadas para clavarse como estacas ardientes dentro de la carne hecha trizas. Solo repetiré
una, la más lapidaria de todas: Yo lo maté... después de acostarme con él.
Aún
se me parte lo que queda de este corazón enfermo de silencio, al recordar la
expresión de su rostro, teñido de horror por mi confesión. Me miró como quien
mira a una bestia a punto de atacar. Después fue aún peor. Había conocido la
tristeza y la felicidad de sus maravillosos ojos pero nunca los vi como esa
tarde: Devastados.
Tras
varios segundos sin reacción, finalmente corrió hacia mí, desesperada y me
abrazó con fuerza, como si quisiera negarse a esa verdad que le había prácticamente
vomitado a la cara. Pero luego, aún con el rostro hundido en mi pecho, me
golpeó repetidas veces, como con una mezcla de impotencia y furia casi salvaje.
No puse resistencia y sentí como cada uno de sus golpes cargados de amargura, abrían una herida sangrante dentro de mí. Cerré
los ojos para no llorar al darme cuenta que acaba de convertirme en la verdugo del
ser que más adoraba. Creo que no hay nada más insoportable que ser consciente
de ello y no poder hacer nada para evitarlo.
Esa
fue la última vez que la vi.
Las
semanas que siguieron a esa tarde, fueron como vivir en un infierno de dudas y
pena, esperando a que vinieran en cualquier momento por mí. Pero ella no me
delató y más bien me condenó a algo peor. A una lucha desesperante por no sucumbir
a mi egoísmo y salir corriendo en su búsqueda. Todo ese calvario fue mucho más
difícil por esa inexplicable conexión que tenía con ella. A la distancia, en
sueños o despierta, seguía presintiéndola, con una claridad tal que casi sentía
su dolor flotando por mis venas hasta encogerme los huesos. La angustia no me
dejaba ni un minuto y fácilmente hubiese vendido mi alma al diablo con tal de
poder abrazarla una vez más… pero eso habría sido condenarla a una vida sin
futuro.
Fue
una lucha también por aprender a lidiar con esa soledad que en el silencio de
mi habitación me golpeaba sin piedad y parecía iba a tragarme en cualquier
momento. Las sombras que me acechaban constantemente me importaron muy poco.
Nada se comparaba a la oscuridad que su ausencia había sembrado en mi alma y a
la visión desoladora de una vida sin ella.
Foto: A'antist
Tres
meses después de ese último encuentro en el parque, supe que Arianne había
dejado Dublín. Lloré por dos días
enteros. Fue como si me arrancaran el último suspiro de vida que me quedaba pero
también me enorgullecí tanto de ella. La niña de mis ojos finalmente lo había
logrado. Había decidido luchar por ella misma y se había lanzado a la conquista
de ese mundo que se abría a sus pies. Tuve claro entonces que, yo pronto me convertiría en un
accidente más en su vida, al cual tarde o temprano terminaría olvidando.
Dicen
que en la vida todo se paga y yo comprobé en esos años que era verdad. Había
logrado eludir a la justicia humana pero me había olvidado de la otra, esa de
la que tanto solía hablar mi madre cuando vivía y de la que nadie finalmente
escapa.
Perdí
la vista por completo un viernes 25 de Julio de 1995. Tenía veintiocho años.
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