KENDRA
Trescientos
ochenta y seis días. Lo sabía porque desde que ella murió, había marcado
religiosamente cada noche, como hacen los presos, una rayita en la columna de
pino envejecido que decoraba la sala de su viejo loft en el Soho. Tal vez, pequeño
para dos, demasiado grande para ella sola. Las paredes de ladrillo expuesto
rezumaban silencio, un silencio de ultratumba que con el paso del tiempo, se le
había ya incrustado en la ropa, en la piel, en la vida.
Ni bien cruzó la puerta de su casa,
dejó caer sobre el suelo, el bolso negro y los tacones. Fue directamente al
baño. Se quitó la falda y la camisa de cuero con rasgos de alcohol, las medias rasgadas,
la ropa interior empapada en sudor y se metió bajo el chorro de agua hirviendo.
Por casi un minuto recibió el agua en la cabeza, totalmente quieta mientras el
maquillaje le chorreaba dejando una huella gris que, se diluía hasta alcanzarle
el pecho. Parecía una pintura dripping
en blanco y negro que se descomponía lentamente hasta hacerse inelegible. Varias
marcas color purpura le cruzaban la espalda. Cogió entonces la pastilla de
jabón y estrujó cada centímetro de piel hasta enrojecerla. Luego, de cara al
agua, tomó la hoja de afeitar y la paseó por su vientre con lentitud extrema. Como
si estuviera practicando algún ritual. El agua se tiñó de rosa pálido. Lucía
varios cortes, antiguos que dibujaban una red amorfa alrededor de su ombligo.
Cruzándola, justo por el medio, una gran cicatriz, parecía dividirla en dos.
Al terminar de secarse, limpió la
herida reciente con un algodón empapado en alcohol. Apretó los ojos, aguantando
el ardor. Una ligera mueca de placer le apareció entonces. Era recién en ese
momento, que aquel animal de cloaca que se apoderaba de ella durante el día y
gran parte de la noche, se daba por satisfecho y la dejaba finalmente en paz.
Entonces se sumergía en ese aire
callado que solo era interrumpido por el sonido del abridor de latas, la comida
de Huz, su gata callejera, chorreando en el plato o la chapita de la botella de
Peroni chocando contra el lavadero. La bolsa de papel arrugándose sobre su
regazo, con su acostumbrado emparedado de jamón y pickles. Esos eran los
sonidos que se repetían minuciosamente cada noche, como una sinfonía que se
incrustaba lentamente en la desolación testaruda, a la que, tras muchos
intentos por sacudírsela, había terminado por sucumbir, sin lograr que algo
capturase su atención como para engancharse a la vida nuevamente.
Solía quedarse así, como una
bombilla apagada hasta los primeros visos de amanecer, sentada en el alfeizar
de la ventana mirando la nada. A veces lloraba. De tanto en tanto, sentía erizarse a Huz y
ambas descubrían algún gato cruzando la cornisa del edificio de enfrente. Era
en esos pequeños instantes, cuando volvía a tomar conciencia del mundo de
afuera, para luego volver a perderse en ese dejavu de imágenes y recuerdos, que
con el paso del tiempo se le iban desdibujando cada vez más y ella tenía que
componerlos con acontecimientos imaginarios. Lo había hecho tanto que a esas
alturas, ya no sabía que había ocurrido de verdad.
3 comentarios :
Quiero más... quiero saber más de Kendra y de la chica larguirucha
D.
De momento bieeeeen......
Q contenta me he puesto syd estaba deseando leerte. Muy interedante la historia de Kemdra.
Gracias. C
Me alegro haberte encontrado.... suerte con tu blog.
Te he leído en ocasiones en otros sitios y me encanta recuperarte.
Mariel
http://relatosromanticos.mforos.com/
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